martes, 21 de junio de 2016

Virreinato del Perú: Blasco Núñez de Vela - 1° Virrey del Perú

Virrey Blasco Nuñez de Vela

Blasco Núñez de Vela fue el primer virrey del Perú, ejerció el cargo desde 1544 hasta 1546. Fue designado por el rey Carlos I de España (Emperador Carlos V del Imperio Romano Germánico) como Virrey por sus características personales de honestidad y lealtad necesarias para combatir la corrupción y abusos contra los indígenas que cometían los españoles en el Virreynato del Perú, muriendo por la causa del rey en ese empeño. Un español digno de admiración. 

El deseo de mejorar el trato y calidad de vida de los indígenas sometidos en América, inspiró al rey Carlos I de España (emperador Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico) a emitir ordenanzas y leyes nuevas el 20 de noviembre de 1542. 

De acuerdo a estos mandatos: 

 -Se prohibía la esclavitud y el trabajo pesado de los indios 

-Se ordenaba la supresión a corto plazo del régimen de las encomiendas 

-Se disponía despojar de sus repartimientos de indios a todos los oficiales públicos y congregaciones religiosas. 

-Se mandaba quitar sus encomiendas a los que habían intervenido en el bando pizarrista durante la guerra civil entre los conquistadores del Perú. 

Para poner en vigor tales leyes, necesarias para eliminar el espíritu de insubordinación que mostraban los conquistadores, y extirpar el germen del feudalismo que pretendían trasplantar a América, se juzgó conveniente enviar al Perú funcionarios altamente calificados, los que, con el título de virreyes, desplegando un gran boato y provistos de extensas facultades, fuesen verdaderos representantes del poder real y de la persona misma del soberano, acompañándolos de una Audiencia compuesta de cuatro Oidores con alta jurisdicción en lo civil como en lo criminal. 

No era fácil para el rey hallar quien quisiera aceptar un cargo de tanta responsabilidad como el de Virrey del Perú, habida cuenta que debía promulgar y hacer cumplir unas leyes que tanta impopularidad tenían entre los arrogantes conquistadores del Perú, convertidos en encomenderos. 

El emperador se fijó en Blasco Núñez de Vela, quien al principio quiso rechazar el honor, pero finalmente aceptó la voluntad real. Para entonces ya era un hombre maduro, aunque todavía gallardo y robusto. 

Blasco Núñez de Vela se caracterizaba por ser honrado, valiente, enérgico, leal y admirador del rey Carlos I de España, quien mucho le estimaba y apoyaba. 

En abril de 1543 se le otorgó el título de Virrey, Gobernador y Capitán General de los reinos del Perú, Tierra Firme y Chile, y presidente de la Real Audiencia, que con las atribuciones y preeminencias de la de Valladolid, debía establecerse en la Ciudad de los Reyes o Lima. Su salario anual quedó fijado en 18,000 ducados de oro. 

Núñez de Vela partió para su destino de Sanlúcar de Barrameda, con gran aparato y grandeza, el día 3 de noviembre de 1543, en una armada cuyo mando se le confió, acompañado de los oidores de la nueva Audiencia Diego Vásquez de Cépeda, Juan Álvarez, Pedro Ortiz de Zárate y Juan Lissón de Tejada, y otros varios ilustres caballeros. 

Las últimas instrucciones que recibió del Emperador fueron, "que procurase mostrarse severo castigador de pecados, para que nadie presumiese de no hacerlo, que los disimulaba y sufría". 

Llegó a Tumbes, donde desembarcó el 14 de marzo de 1544. Decidió continuar por tierra su viaje a Lima y llegó a San Miguel de Piura, donde quitó a varios encomenderos los indios que tenían, así como obligó a otros particulares que dejaran libres a sus indios esclavos y los regresaran a Nicaragua y Panamá (de donde provenían). 

A esas alturas el descontento era ya general entre los vecinos frente a la tenaz obsesión del virrey de hacer cumplir las ordenanzas. 

Continuando su camino llegó a Trujillo, en donde fue recibido solemnemente. Allí continuó su labor, arrebatando sus indios a los monasterios y a cuatro encomenderos (a estos por haber intervenido en el bando pizarrista durante la guerra de Las Salinas). De Trujillo se dirigió a Barranca, donde pudo leer en la pared de la estancia en que comía esta advertencia preñada de amenaza: “A quien viniere a echarme de mi casa y hacienda procuraré yo echarle del mundo”. El autor de aquello era un vecino de Lima, Antonio del Solar, hacia quien el virrey incubó un odio feroz, aunque por el momento lo guardó para sí. 

Hubo un debate en Lima sobre si debía admitirse la entrada del virrey a la capital, pero al fin de cuentas primó el argumento de que se trataba del representante del propio monarca, “rey y señor natural”. 

A tres leguas de Lima salieron a recibirlo varios caballeros y vecinos, y a una legua de la ciudad el licenciado Cristóbal Vaca de Castro, entonces gobernador del Perú. También se hizo presente el Obispo Jerónimo de Loayza. 

Finalmente hizo su ingreso a Lima el 15 de mayo de 1544, siendo recibido con una pompa y un esplendor verdaderamente regios. 

Instalado en el Palacio de Pizarro, el Virrey continuó con su propósito de hacer cumplir las Leyes Nuevas, mandando pregonarlas al día siguiente. Los encomenderos afectados (los dueños de esclavos indios, los vencedores de las guerra civiles, los amancebados que habían contraído matrimonio para salvar sus encomiendas, entre otros) protestaron pero el Virrey se limitó a decir que él solo era ejecutor y no autor de las leyes, y que debían dirigir sus quejas al Rey, y que incluso él se prestaría a ayudarlos para hacer flexibilizar al monarca. 

Esto solo causó más cólera, con lo que creció más la impopularidad del virrey, lo que a la vez provocó en éste una gran desconfianza de cuantos le rodeaban. Mientras tanto, los encomenderos organizaban una rebelión, eligiendo como líder a Gonzalo Pizarro (hermano de Francisco Pizarro), por entonces rico encomendero en Charcas (actual Bolivia). Este caudillo marchó al Cuzco, donde fue magníficamente recibido y proclamado Procurador General del Perú para protestar las Leyes Nuevas ante el Virrey y si fuese necesario, ante el propio Emperador Carlos V (abril de 1544). Luego se puso en marcha hacia Lima, negándose a reconocer la investidura de Núñez de Vela. 

Los oidores de la Audiencia, para ganar popularidad, se inclinaron a defender los derechos de los encomenderos y resolvieron deshacerse del virrey. Al efecto, formando tribunal en el atrio de la catedral el 18 de septiembre, la Audiencia pronunció la destitución del virrey y ordenó su prisión con asentimiento general del vecindario. El día 20 el virrey fue embarcado por el portezuelo de Maranga y conducido a la isla de San Lorenzo para ser entregado al oidor Juan Álvarez, bajo cuya custodia zarpó el 24 con rumbo a Panamá. 

El oidor Diego Vásquez de Cepeda, por ser el de más antigüedad, asumió la dirección política del Virreinato. 

Una vez que la nave que conducía al virrey se alejó, el oidor Álvarez se acercó a su custodiado para pedirle disculpas por el atentado cometido contra su dignidad, y que como leal servidor de Su Majestad, ponía su persona y el navío a su obediencia. El virrey, un tanto sorprendido, pero deseoso de aprovechar la situación, ordenó que la nave se dirigiera a Tumbes, donde desembarcó a mediados de octubre. 

Se dirigió a Quito, donde reunió tropas leales al Rey, formando un nuevo ejército para combatir la rebelión y restablecer su autoridad. 

Entretanto, Gonzalo Pizarro realizaba su pomposa entrada a Lima el 28 de octubre, al frente de mil doscientos excelentes soldados provistos de numerosa artillería y desplegando el pendón real de Castilla. Los oidores, entre jubilosos y temerosos, lo recibieron como Gobernador del Perú. 

La guerra estaba definida entre los leales a la Corona o “realistas”, con el Virrey Núñez de Vela a la cabeza, y los rebeldes o “gonzalistas”, con Gonzalo Pizarro al frente. 

El virrey ocupó San Miguel de Piura y continuó hacia el sur. Enterado Gonzalo Pizarro, salió de Lima con sus fuerzas y se dirigió al norte, llegando a Trujillo. El virrey retrocedió entonces, temiendo el poderío de su adversario y volvió a Quito a marchas forzadas, largo y fatigoso trayecto que realizó mientras era perseguido muy de cerca por Pizarro, apenas combatiendo muy poco. Luego se dirigió más al norte, hacia Popayán (actual Colombia). 

Mientras tanto, el capitán Diego Centeno se sublevó en Charcas, alzando la bandera del Rey.

Gonzalo Pizarro, desde Quito, ordenó a su lugarteniente Francisco de Carvajal emprender campaña en ese nuevo frente, mientras él quedaba a la espera del virrey. Mientras tanto el virrey siguió concentrado en Popayán, donde recibió refuerzos provenientes del Norte; uno de los capitanes que se le sumó fue Sebastián de Benalcázar, el gobernador de Popayán. A la vez que ganaba el apoyo de los curacas de la región, cuya labor fue valiosísima, pues desabastecieron a los gonzalistas, aumentándoles la impaciencia que padecían por la prolongada inactividad. 

Fue entonces que Pizarro planeó una inteligente estrategia para sacar al virrey de Popayán, posición que consideraba difícil de atacar: dejando en Quito una pequeña guarnición a las órdenes de Pedro de Puelles, aparentó marchar al Sur con todo su ejército, encargando a sus aliados indígenas propagar la versión de que marchaba en auxilio de Carvajal contra Centeno.

Cayó el virrey en el engaño y poco después sacó sus tropas de Popayán con intenciones de apoderarse de Quito. No contaba con que Gonzalo, en vez de pasar al Sur, se había estacionado a tres leguas de Quito, a orillas del río Guallabamba. Cuando los espías del virrey descubrieron el engaño era ya tarde para retroceder. Al ver que la posición de los rebeldes era demasiado ventajosa, Benalcázar aconsejó al virrey desviarse a Quito por un camino poco frecuentado, plan que fue aceptado. 

Triste fue el recibimiento otorgado al virrey en Quito, donde sólo habían mujeres quienes, conocedoras de la superioridad de los gonzalistas, le reprocharon el haber "ido allí a morir". Entre tanto, los gonzalistas habían tomado también el camino hacia Quito. El virrey, considerando poco propicio empeñar la defensa en la ciudad, arengó a sus tropas y les dio orden de salir a dar la batalla. 

Empezaba la tarde del 18 de enero de 1546. Esta larga campaña, con tan variadas y extrañas peripecias, terminó en el campo de Iñaquito, cerca de Quito, donde se dio una batalla entre las fuerzas que obedecían al Virrey y a Sebastián de Benalcázar, y las que comandaba Gonzalo Pizarro. 

Blasco Núñez de Vela combatió con valentía lanza en mano haciendo prodigios de valor y de fuerza no obstante sus muchos años, hasta que al fin, rota la lanza, cayó a un golpe de maza que le descargó Hernando de Torres, vecino de Arequipa. 

Benito Suárez de Carbajal, enemigo del virrey, lo halló moribundo tendido en el campo y auxiliado por el clérigo Francisco Herrera, y después de prodigarle los más groseros insultos, se dirigió a degollarle. Pero uno de los presentes, llamado Pedro de Puelles, le contuvo diciéndole que era mucha bajeza oficiar de verdugo en un hombre ya caído, por lo que Benito ordenó entonces a un negro esclavo suyo que hiciera el trabajo: el viejo Virrey recibió la muerte con dignidad y entereza. 

La cabeza cortada fue arrastrada por el suelo y se le puso en la picota; de sus blancas y luengas barbas hizo Juan de la Torre un penacho que colocó en su gorra y lució como trofeo. Gonzalo Pizarro ordenó traer a Quito el cuerpo del virrey y retirar de la picota su cabeza, demostrando que dicha infamia había sido hecha sin su consentimiento; luego lo hizo enterrar honoríficamente en la iglesia mayor de la ciudad. El caudillo rebelde asistió personalmente al entierro y mandó decir misas por su alma, ordenando que todos llevasen luto por su muerte.

Dice el cronista Gutiérrez de Santa Clara, que un honrado vecino de Quito, llamado Gonzalo de Pereyra, de acuerdo con el sacristán de la iglesia, hizo poner sobre su sepulcro, a manera de epitafio la copla siguiente: 

Aquí yace sepultado el ínclito Virrey
que murió descabezado como bueno y esforzado por la justicia del rey; 
su fama volará aunque murió su persona, y su virtud sonará, 
por esto se le dará de lealtad la corona. 

Posteriormente sus restos fueron trasladados a la iglesia parroquial de Santo Domingo, en la ciudad de Ávila, España, su tierra natal. 

El emperador Carlos I no fue ingrato a la memoria de su desgraciado pero fiel servidor: a sus hijos don Antonio y don Juan les otorgó, el hábito de Santiago a uno, y el de Alcántara a otro; a ambos nombró primero Meninos de la Emperatriz y luego sus propios Gentiles-hombres; el mayor fue proveído para embajador en Francia, el segundo de Capitán general de artillería de España y Consejero de guerra, y el tercero, don Cristóbal, que siguió la carrera eclesiástica, como Arzobispo de Burgos. (datos: wikipedia)

Nota:

Encomendero: Se llamaba encomendero al que por Merced Real se le concedía enormes cantidades de tierras y se le asignaba como esclavos a un número grande de indígenas a su total servicio.





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